Año 2100 —calendario gregoriano terrestre—
Hace 70 años los humanos reinábamos en la superficie terrestre.
Cuenta la leyenda que hubo un tiempo en que la montaña descansaba pasivamente sobre la gran pradera. Su punta blanca llena de nieve le sonreía al cielo azul. Las nubes que pasaban la saludaban haciéndole cosquillas en su respingada nariz blanca y puntiaguda. Descansaba tranquila viendo el tiempo pasar en la pradera, que como dejaba crecer árboles, también permitía crecer casas y carreteras. Los humanos entonces éramos los dueños de todo: de las estrellas, del viento, del cielo, de la superficie y de la luz.
Aunque sus ojos permanecían cerrados, lograba percibir con su cuerpo y su alma el cambio del tiempo. Cada vez vibraba menos el verde y más el gris. Los bosques desaparecían, y la tierra se secaba. Los humanos teníamos el poder de transformar la pradera, y ¡Si que lo hicimos! Lo hicimos sin pensar en ella, la montaña.
Un día, los ojos de la montaña despertaron y empezó a llorar. Lloró porque le dolían sus entrañas, porque su interior ardía, porque su raíz temblaba. Su corazón —que habitaba en el centro de la tierra—, empezó a palpitar con gran velocidad. Ese día toda la pradera tembló. Y su dolor interno la hizo rugir. Las aves, las vacas, los perros y los peces aullaron desesperados. Durante todo ese día se sintió el fuego de su interior agitar la vida. Para nosotros los humanos, los dueños de la luz, era demasiado tarde. No lo sabíamos porque no conocíamos a la montaña, solo nos conocíamos a nosotros mismos.
Al llegar la noche el cielo oscuro calmó su dolor, la montaña descansó. Las estrellas le cantaron nanas, y la luna, su vieja amiga, la abrazó. Y la montaña durmió, durmió profundamente por última vez. Lo que los humanos ignoraban, la luna lo sabía y las estrellas lo intuían.
Cuando el alba acechaba la montaña abrió sus ojos de nuevo, una tempestad pesada y quejumbrosa se abrió paso desde el este y la pradera entera se estremeció. Los humanos corrimos perdidos. Como si algo nos llamara, nos escondimos en las cavernas de la montaña que se abrían hambrientas esperando su primer bocado después de siglos de sueño, después de una larga y dulce hibernación.
Dentro de la caverna nos abrazamos, nos acurrucamos y escuchamos a la montaña rugir. Nos decía que el fin se acercaba, pero el último humano que hablaba el lenguaje de las montañas había muerto hacia muchísimo tiempo. Desde adentro, ignorantes, sentimos temblar sus entrañas y sentimos como se levantaba. Los pocos que se habían quedado en la boca de la cueva cayeron al vacío. La montaña se había despertado y como gigante se habían levantado después de un largo y pesado sueño. La cueva en la que nos escondimos nos tragó con gusto y desde entonces vivimos en su interior, en el interior de un gigante que un día fue montaña y que hoy vaga por la superficie de la tierra.
Ahora nosotros no somos los dueños de nada, ni de la luz, ni del cielo, ni de la pradera. Ni siquiera de nosotros mismos, ahora somos una parte insignificante de un gigante, que algún día creímos nuestro. Vivimos en las tinieblas esperando que el gigante vuelva a dormir para tener una nueva oportunidad de cuidar la pradera.
Huaraz – Perú Octubre 2020